El domingo pasado, después de Epifanía, leímos el relato del bautismo. Si
hubiéramos seguido con el evangelio de Marcos, lo siguiente serían las
tentaciones de Jesús. Pero, en un prodigio de zapeo litúrgico, cambiamos de
evangelio y leemos el próximo domingo un texto de Juan. El cuarto evangelio no
cuenta el bautismo de Jesús ni su estancia de cuarenta días en el desierto.
Pero sí dice que fue a donde estaba Juan bautizando, y allí entró en contacto
con quienes serían sus primeros discípulos. Para ambientar este episodio, y con
fuerte contraste, la primera lectura cuenta la vocación de Samuel.
La vocación de un profeta (1 Samuel 3,3b-10.19)
Samuel no es el primer profeta. Antes de él se
atribuye el título a Abrahán, y a dos mujeres: María, la hermana de Moisés, y
Débora. Pero el primer gran profeta, con fuerte influjo en la vida religiosa y
política del pueblo, es Samuel. Por eso, se ha concedido especial interés a
contar su vocación, para darnos a conocer qué es un profeta y cómo se comporta
Dios con él.
En aquellos días, Samuel estaba acostado en el templo
del Señor, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó a Samuel. Este
respondió:
̶ Aquí estoy.
Corrió adonde estaba Elí y dijo:
̶ Aquí estoy,
porque me has llamado.
Respondió Elí:
̶ No te he
llamado; vuelve a acostarte.»
Fue y se acostó. El Señor volvió a llamar a
Samuel. Se levantó Samuel, fue adonde estaba Elí y dijo:
̶ Aquí estoy,
porque me has llamado.
Respondió Elí:
̶ No te he
llamado, hijo mío. Vuelve a acostarte.
Samuel no conocía aún al Señor, ni se le había
manifestado todavía la palabra del Señor.
El Señor llamó a Samuel por tercera vez. Se levantó,
fue adonde estaba Elí y dijo:
̶ Aquí estoy,
porque me has llamado.
Comprendió entonces Elí que era el Señor el que
llamaba al joven, y dijo a Samuel:
̶ Ve a
acostarte. Y si te llama de nuevo, di: "Habla, Señor, que tu siervo
escucha"
Samuel fue a acostarse en su sitio. El Señor se
presentó y le llamó como las veces anteriores:
̶ ¡Samuel,
Samuel!
Respondió Samuel:
̶ Habla, que tu
siervo escucha.
Samuel creció. El Señor estaba con él, y no dejó que
se frustrara ninguna de sus palabras.
Literariamente, el
pasaje utiliza el frecuente recurso de plantear un problema (el Señor llama a
Samuel sin que este sepa quién lo llama), con dos intentos fallidos por parte
del niño (dos veces acude a Elí) y la solución en un tercer momento («Habla, Señor,
que tu siervo escucha»).
Quien solo lea
este episodio conocerá muy poco de Samuel: que es un niño, está al servicio del
sumo sacerdote Elí, duerme en la habitación de al lado, y todavía no se le
había revelado la palabra del Señor. No sabe que su madre lo consagró al templo
de Siló desde pequeño, y que, más tarde, en virtud de su vocación profética,
jugará un papel capital en la introducción de la monarquía en Israel y en la
elección de los dos primeros reyes: Saúl y David.
De los datos que
ofrece el texto, el más interesante es la explicación de por qué Samuel
confunde a Yahvé con Elí. «Samuel no conocía todavía al Señor». ¿Cómo es esto
posible? Su madre lo dejó en el templo cuando era todavía un niño, vive con la
familia del sumo sacerdote, ha debido de oír hablar de Yahvé infinidad de
veces, escuchar su nombre en cantos y salmos. Samuel debía de tener una buena
formación catequética. A pesar de todo, «no conocía todavía al Señor, no se le
había revelado la palabra del Señor». Una cosa es conocer a Dios de oídas, por
oraciones y lecciones mejor aprendidas, y otra muy distinta ese contacto
profundo con él a través de su palabra.
[Este episodio es fundamental para comprender el de Jesús en el templo con
doce años. Esa edad tenía Samuel, según Flavio Josefo, cuando «todavía no
conocía al Señor». Jesús, en cambio, sabe perfectamente que Dios es su Padre y
que él debe entregarse por completo a cumplir sus planes.]
Cabe el peligro de
centrarse en la figura de Samuel y pasar por alto lo mucho que dice el texto a
propósito de Dios. Ante todo, no comunica su voluntad al pueblo directamente,
se sirve de una persona concreta. Al mismo tiempo, se revela como un ser
extraño, desconcertante, que elige para esta misión a un niño de pocos años y
parece jugar con él al ratón y al gato, haciendo que se levante tres veces de
la cama antes de hablarle con claridad.
Además, ese Dios
que más tarde se revelará como un ser cercano al profeta, acompañándolo de por
vida, se revela también como un ser exigente, casi cruel, que le encarga al
niño una misión durísima para su edad: condenar al sacerdote con el que ha
vivido desde pequeño y que ha sido para él como un padre. Esto no se advierte
en la lectura de hoy porque la liturgia ha omitido esa sección para dejarnos
con buen sabor de boca.
En resumen, la
vocación de un profeta no sólo le cambia la vida, también nos ayuda a conocer a
Dios.
Contacto de Jesús con los primeros discípulos (Juan
1,35-51)
En el cuarto
evangelio, Juan no bautiza a Jesús, pero dirige unas palabras a sus discípulos
cuando lo ve venir. Lo que les dice se resume en tres puntos: 1) Es el Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo. 2) Bautiza con Espíritu Santo. 3) Es el
Hijo de Dios. El autor no explica ninguna de estas afirmaciones ni cuenta la
reacción del auditorio. Pero, en los días siguientes, Jesús entra en contacto
con Andrés y un discípulo anónimo (generalmente se piensa en Juan); Andrés le
llevará a su hermano Simón Pedro; Jesús encuentra a Felipe y le ordena:
«Sígueme»; y este anima a Natanael a unirse al grupo (Jn 1,35-51). Es una pena
que el evangelio de este domingo se limite al encuentro con los tres primeros
discípulos, porque el conjunto ofrece un mensaje muy interesante sobre la
vocación.
Andrés
y el discípulo anónimo (1,35-39)
En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos
y, fijándose en Jesús que pasaba, dice:
̶ Este es el Cordero de Dios.
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a
Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta:
̶ ¿Qué buscáis?
Ellos le contestaron:
̶ Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?
Él les dijo:
̶ Venid y lo veréis.
Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con
él aquel día; era como la hora décima [las cuatro de la tarde].
En el primer
encuentro, la iniciativa parte del Bautista que, al ver pasar a Jesús, dice de
él lo mismo que había dicho en su discurso anterior: «Ese es el cordero de
Dios». Entonces fue más concreto: «Ese es el cordero de Dios que quita el
pecado del mundo». La referencia parece clara al personaje del que habla Isaías
53: uno que salva a su pueblo cargando con sus pecados, y que, cuando lo
condenan a muerte, «como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante el
esquilador, no abría la boca» (vv.6-7). Así lo entendió también Lucas en los
Hechos de los Apóstoles. Cuando el eunuco etíope va leyendo este texto de
Isaías y le pregunta al diácono Felipe de quién habla el profeta, este
aprovecha la ocasión para hablarle de Jesús. Y la primera carta de Pedro
recuerda que nos han redimido «con la preciosa sangre de Cristo, Cordero sin
mancha ni tacha» (1 Pe 1,19).
Las palabras de
Juan, más que simple información parecen contener una invitación a sus
discípulos a entrar en contacto con ese personaje misterioso. Juan, con esta
actitud de desprendimiento y generosidad, está anticipando lo que dirá más
tarde: «Yo no soy el Mesías, sino que me han enviado por delante de él. (…) Él
debe crecer y yo disminuir» (Jn 3,28.30).
Y los dos
discípulos, aunque quizá no entendieron claramente lo que significaba «Ese es
el Cordero de Dios», sintieron gran curiosidad, lo siguen, y escuchan las
primeras palabras que pronuncia Jesús en el evangelio: «¿Qué buscáis?» No es
una pregunta trivial, suena a desafío. Es la pregunta que Jesús dirige a
cualquier lector del evangelio: «¿Qué buscas?». Y el lector se siente obligado
a pensar si ha buscado o busca algo en su vida, o si ha dejado de buscar. Los
dos muchachos podrían decir, con el salmista: «Tu rostro buscaré, Señor. No me
escondas tu rostro». Pero su respuesta es más tímida. Se dirigen a él con
profundo respeto, llamándolo «rabí», y se limitan a preguntarle dónde vive. Por
desgracia, no sabemos de qué hablaron desde las cuatro de la tarde en adelante.
Andrés y Simón Pedro
(1,40-42)
Andrés,
hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a
Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice:
̶ Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).
Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le
dijo:
̶ Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas
(que se traduce: Pedro).
De esa larga
conversación cuyo contenido ignoramos, Andrés sacó la conclusión de que aquella
persona era alguien más que el Cordero de Dios, o un rabí cualquiera. Así lo
comunica entusiasmado a su hermano: «Hemos encontrado al Mesías». ¿Qué quería
decir con esto? Ateniéndonos al cuarto evangelio, la mentalidad popular
esperaba del Mesías que realizara numerosos milagros, como sugiere la gente de
Jerusalén: «¿Cuándo venga el Cristo, hará más signos de los que este ha hecho?»
(Jn 7,31). En esta línea prodigiosa, otros piensan que «el Mesías permanecerá
para siempre» (Jn 12,34). Sin embargo, el título de Mesías tenía por entonces
una fuerte carga política, como se advierte en los Salmos de Salomón 17
y 18, de origen fariseo, procedentes del siglo I a.C. Es posible que esto fuera
lo que más entusiasmara a Andrés e intentara transmitir a su hermano Simón
Pedro.
La pretensión de
haber encontrado al Mesías la considerarían absurda muchos judíos. Los fariseos
llevaban más de un siglo pidiendo a Dios que enviara a su Rey Mesías. ¿Iba a
encontrarlo precisamente este pobre muchacho galileo? Sin embargo, su hermano
le hace caso y marcha al encuentro de Jesús.
Tiene lugar
entonces una de las escenas más misteriosas. Cuando Andrés y Simón Pedro llegan
ante Jesús, el evangelista introduce una pausa que crea fuerte tensión: «Jesús
se le quedó mirando». ¿Qué siente Jesús al ver a Simón Pedro? ¿Qué experimenta
este al verse examinado por Jesús? Una vez más, el evangelista omite cualquier
comentario.
Jesús no lo
saluda. No le pregunta qué busca. No necesita que Andrés se lo presente. Él
sabe quién es y quién es su padre. Inmediatamente, con una autoridad suprema,
le cambia el nombre por Cefas, sin explicarle por qué se lo cambia ni qué
significa ese nombre.
Simón Pedro, a
remolque de su hermano Andrés, acude a Jesús pensando encontrar en él al
Mesías. Y este, en vez de entusiasmarlo con un discurso o un milagro, lo mira
fijamente y le cambia el nombre, que es lo más personal que tenemos. Para un
judío, el nombre y la persona se identifican. Lo que advierte Simón es que ese
personaje está disponiendo de él sin consultarlo ni pedirle permiso. Sin
embargo, no reacciona, no pide una explicación ni se rebela. Quien no lo
conozca, imaginará a Simón como un muchacho tímido y callado. Veremos que no es
así.
La escena
simboliza el poder de Jesús sobre Simón y una cierta predilección por él, ya
que es el único al que le cambia el nombre. El lector del cuarto evangelio
sabe, desde este momento, que deberá conceder gran importancia a este
personaje.
Dos relatos parecidos y diversos
El contraste entre
el evangelio y la vocación de Samuel es enorme. Esta ocurre en el santuario, de
noche, con una voz misteriosa que se repite y un mensaje que sobrecoge. En el
evangelio todo ocurre de forma muy humana, normal: un boca a boca que va
centrando la atención en Jesús, cuando no es él mismo quien llama, como en el
caso (que no se ha leído) de Felipe. Y las reacciones abarcan desde la simple
curiosidad de los dos primeros hasta el escepticismo irónico de Natanael,
pasando por el entusiasmo de Andrés y Felipe. Pero hay también elementos
parecidos.
1. En ambos
relatos, la vocación cambia la vida. En adelante, «el Señor estaba con Samuel»,
y los discípulos estarán con Jesús. Este cambio se subraya especialmente en el
caso de Pedro, al que Jesús cambia el nombre.
2. La vocación
revela a Dios en el caso de Samuel, y a Jesús en el caso de los discípulos.
Cada vocación aporta un dato nuevo sobre la persona de Jesús, como distintas
teselas que terminan formando un mosaico: Juan Bautista lo llama «Cordero de
Dios»; los dos primeros se dirigen a él como Rabí, «maestro»; Andrés le habla a
Pedro del Mesías; Felipe, a Natanael, de aquel al que describen Moisés y los
profetas, Jesús, hijo de José, natural de Nazaret; y el escéptico Natanael
terminará llamándolo «Hijo de Dios, rey de Israel». Es una pena que la
mutilación del texto impida captar este aspecto.
La liturgia nos sitúa
al comienzo de la actividad de Jesús. Lo iremos conociendo cada vez más a
través de las lecturas de cada domingo. Pero no podemos limitarnos a un puro
conocimiento intelectual. Como Samuel y los discípulos, debemos comprometernos
con Dios, con Jesús.
«Yo esperaba con ansia al Señor» (Salmo 39)
El Salmo elegido
para el día de hoy comienza con las palabras: «Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escuchó mi grito. Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno
a nuestro Dios» (Sal 39,2). Más que a Samuel, estas palabras se aplican a los
futuros apóstoles. Esperaban con ansia al Señor, y por eso han acudido a
escuchar a Juan Bautista. Pero el Señor no se ha limitado a poner en sus bocas
un canto nuevo. Los ha tomado completamente a su servicio.