La oración de la misa de hoy habla de «celebrar en una misma fiesta los méritos de todos los Santos». Quienes conocen las listas interminables de santos y santas que contiene, día por día, el Martirologio romano, considerará justo tenerlos a todos presentes en una misma fiesta. Pero, con esto, pensamos en las personas que, al menos en los últimos siglos, han sido canonizadas por la Iglesia tras un largo y costoso proceso a propósito de sus virtudes heroicas. Quedan fuera los innumerables cristianos que han vivido heroicamente su fe, esperanza y caridad, pero que no han sido especialmente conocidos y, si lo han sido, su devotos no disponían de la gran cantidad de dinero necesaria para costear el proceso. Por eso, en esta fiesta conviene volver al sentido de la palabra «santo» en las cartas del Nuevo Testamento, cuando designaba a todo cristiano como consagrado a Dios. La fiesta de hoy nos invita a celebrar e imitar a tantas personas buenas, «santas», que hemos conocido en nuestra viday de cuyas virtudes nos hemos beneficiado.
Ocho puertas para entrar en el Reino de Dios
En la Fiesta de Todos los Santos, la lectura del evangelio recoge las bienaventuranzas. Es una forma de indicarnos el camino que llevó a tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia a la santidad. Resulta imposible comentar cada una de ellas en poco espacio. Me limito a indicar algunos detalles fundamentales para entenderlas.
Las bienaventuranzas no son una carrera de obstáculos
Muchos cristianos conciben las bienaventuranzas como una carrera de obstáculos, una serie de ocho vallas que debemos superar hasta que conseguimos llegar a la meta del Reino de Dios. Y la carrera se hace difícil, tropezamos continuamente, nos sentimos tentados a abandonar cuando vemos tantas vallas derribadas. «No soy pobre material ni espiritualmente; no soy sufrido, soy violento; no soy misericordioso; no trabajo por la paz… No hace falta que un juez me descalifique, me descalifico yo mismo». Las bienaventuranzas se convierten en lo que no son: un código de conducta.
Las bienaventuranzas son ocho puertas para
entrar en el Reino de Dios
Antonio
Barluzzi, el arquitecto que diseñó la basílica de las bienaventuranzas sobre
una colina junto al lago de Galilea, la concibió con una planta octogonal y ocho
grandes ventanas que permiten ver el hermoso paisaje del lago de Galilea. Sin
embargo, las bienaventuranzas, más que ocho ventanas para mirar al exterior son
ocho puertas para entrar al palacio del Reino de Dios.
Para
entenderlas rectamente hay que advertir dónde las sitúa Mateo: al comienzo del
primer gran discurso de Jesús, el Sermón del Monte, en el que expone su
programa e indica la actitud que debe distinguir a un cristiano de un escriba,
de un fariseo y de un pagano.
A
diferencia de los políticos, capaces de mentir con tal de ganarse a los
votantes, Jesús dice claramente desde el principio que su programa no va a
agradar a todos. Los interesados en seguirle, en formar parte de la comunidad
cristiana (eso significa aquí el «Reino de los cielos»), son las personas que
menos podríamos imaginar: las que se sienten pobres ante Dios, como el
publicano de la parábola; los partidarios de la no violencia en medio de un
mundo violento, capaces de morir perdonando al que los crucifica; los que
lloran por cualquier tipo de desgracia propia o ajena; los que tienen hambre y
sed de cumplir la voluntad de Dios, como Jesús, que decía que su alimento era
cumplir la voluntad del Padre; los misericordiosos, los que se compadecen ante
el sufrimiento ajeno, en vez de cerrar sus entrañas al que sufre; los limpios
de corazón, que no se dejan manchar con los ídolos de la riqueza, el poder, el
prestigio, la ambición; los que trabajan por la paz; los perseguidos por querer
ser fieles a Dios.
Pero las bienaventuranzas son ocho puertas distintas, no hay que entrar por todas ellas. Cada cual puede elegir la que mejor le vaya con su forma de ser y sus circunstancias.
Evitar dos errores
En
conclusión, las bienaventuranzas no dicen: «Sufre, para poder entrar en el Reino
de Dios». Lo que dicen es: «Si sufres, no pienses que tu sufrimiento es
absurdo; te permite entender el evangelio y seguir a Jesús».
No
dicen: «Procura que te desposean de tus bienes para actuar de forma no violenta».
Dicen: «Si respondes a la violencia con la no violencia, no pienses que eres
estúpido, considérate dichoso porque actúas igual que Jesús».
No
dicen: «Procura que te persigan por ser fiel a Dios». Dicen: «Si te persiguen
por ser fiel a Dios, dichoso tú, porque estás dentro del Reino de Dios».
Pero, al tratarse de los valores que estima Jesús, las bienaventuranzas se convierten también en un modelo de vida que debemos esforzarnos por imitar. Después de lo que dice Jesús, no podemos permanecer indiferentes ante actitudes como la de prestar ayuda, no violencia, trabajo por la paz, lucha por la justicia, etc. El cristiano debe fomentar esa conducta. Y el resto del Sermón del Monte le enseñará a hacerlo en distintas circunstancias.
Las puertas y el palacio
Finalmente,
no olvidemos que estas ocho puertas nos permiten entrar en el palacio y
sentarnos en el auditorio en el que Jesús expondrá su programa a propósito de
la interpretación de la ley religiosa, de las obras de piedad, del dinero y la
providencia, de la actitud con el prójimo… Este gran discurso es lo que
llamamos el Sermón del Monte. Limitarse a las bienaventuranzas es como comprar
la entrada del cine y quedarse en la calle.