Seguimos
encerrados en las casas, no por miedo a los judíos, como los discípulos, sino
por miedo al coronavirus. Pero las lecturas de este domingo nos ayudarán a
sobrellevar el encierro con esperanza.
Los cuatro títulos iniciales resumen
lo que afirman de Jesús: que es Señor y Mesías lo dice Pedro en el libro de los
Hechos (1ª lectura); como modelo a la hora de soportar el sufrimiento lo
propone la 1ª carta de Pedro (2ª lectura); puerta del aprisco es la imagen que
se aplica a sí mismo Jesús en el evangelio de Juan. En resumen, las lecturas
nos proponen una catequesis sobre Jesús, lo que significó para los primeros
cristianos y lo que debe seguir significando para nosotros.
No quedarnos en el próximo domingo, mirar hasta el 7º
Cabe el peligro de vivir la liturgia
de las próximas semanas sin advertir el mensaje global que intentan
transmitirnos las lecturas dominicales: pretenden prepararnos a las dos grandes
fiestas de la Ascensión y Pentecostés, y lo hacen tratando tres temas a partir
de tres escritos del Nuevo Testamento.
1. La iglesia (1ª lectura, de los Hechos de los Apóstoles). Se
describe el aumento de la comunidad (4º domingo), la institución de los
diáconos (5º), el don del Espíritu en Samaria (6º), y cómo la comunidad se prepara
para Pentecostés (7º). Adviértase la enorme importancia del Espíritu en estas
lecturas.
2. Vivir cristianamente en un mundo hostil (2ª lectura, de la Primera carta de Pedro). Los primeros
cristianos sufrieron persecuciones de todo tipo, como las que padecen algunas
comunidades actuales. La primera carta de Pedro nos recuerda el ejemplo de
Jesús, que debemos imitar (4º domingo); la propia dignidad, a pesar de lo que
digan de nosotros (5º); la actitud que debemos adoptar ante las calumnias (6º),
y los ultrajes (7º).
3.
Jesús (evangelio: Juan). Los pasajes elegidos constituyen una gran
catequesis sobre la persona de Jesús: es la puerta por la que todos debemos
entrar (4º); camino, verdad y vida (5º); el que vive junto al Padre y con
nosotros (6º); el que ora e intercede por nosotros (7º).
Jesús, Señor y Mesías (Hechos 2,14a.36-41)
Esta lectura tiene interés especial
desde un punto de vista histórico y catequético. Según Lucas, el grupo de seguidores
de Jesús (120 personas) experimentó un notable aumento el día de Pentecostés.
Después de cincuenta días de miedo, silencio y oración, el Espíritu Santo
impulsa a Pedro a dirigirse a la gente presentando a ese Jesús al que habían
crucificado, constituido Señor y Mesías por Dios. El pueblo, conmovido,
pregunta qué debe hacer, y Pedro los anima a convertirse y bautizarse en nombre
de Jesucristo.
Pero Lucas añade otro argumento muy
distinto, que fue usado por los primeros misioneros cristianos: el miedo al
castigo inminente de Dios. De acuerdo con la mentalidad apocalíptica, este mundo
malo presente desaparecerá pronto para dar paso al mundo bueno
futuro. Eso ocurrirá cuando se manifieste la gran cólera de Dios en un
juicio que provocará salvación o condenación. Por eso Pedro anima: «Escapad de esta
generación perversa». ¿Cómo ponerse a salvo? Los autores
apocalípticos hacen que todo dependa de la conducta observada con Dios y con
los hombres. Para los misioneros cristianos, la salvación dependerá de creer en
Jesús. Pedro ya ha hablado del bautismo en nombre de Jesús.
Tenemos,
pues, dos argumentos aparentemente muy distintos: el primero se basa
exclusivamente en lo que Dios ha hecho por Jesús. El segundo parece menos
cristiano, con su recurso al miedo. Pero no olvidemos que, en este contexto, Pablo escribe a los de Tesalónica: «Jesús nos
libra de la condenación futura». Con miedo o sin él, Jesús es siempre el centro de la
catequesis cristiana.
El
día de Pentecostés, Pedro, de pie con los Once, pidió atención y les dirigió la
palabra:
-«Todo
Israel esté cierto de que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios
lo ha constituido Señor y Mesías.»
Estas
palabras les traspasaron el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás
apóstoles:
-«¿Qué
tenemos que hacer, hermanos?»
Pedro
les contestó:
-«Convertíos
y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen los pecados,
y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y
para vuestros hijos y, además, para todos los que llame el Señor, Dios nuestro,
aunque estén lejos.»
Con
estas y otras muchas razones les urgía, y los exhortaba diciendo:
-«Escapad
de esta generación perversa.»
Los
que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos
tres mil.
Jesús modelo (1 Pedro 2,20b-25)
En la segunda mitad del siglo I, los
cristianos eran a menudo insultados, difamados, perseguidos, se confiscaban a
veces sus bienes, se los animaba a apostatar… En este contexto, la 1ª carta de
Pedro los anima recordándoles que ese mismo fue el destino de Jesús, que aceptó
sin devolver insultos ni amenazas: «Cristo
padeció su pasión por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus
huellas».
Queridos hermanos: Si, obrando el bien, soportáis
el sufrimiento, hacéis una cosa hermosa ante Dios. Pues para esto habéis sido
llamados, ya que también Cristo padeció su pasión por vosotros, dejándoos un
ejemplo para que sigáis sus huellas. Él no cometió pecado ni encontraron engaño
en su boca; cuando lo insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no
profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga justamente.
Cargado con nuestros pecados subió al leño, para que, muertos al pecado,
vivamos para la justicia. Sus heridas os han curado. Andabais descarriados
como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras vidas.
Al
final de esta lectura encontramos la imagen de Jesús como buen pastor («Andabais
descarriados como ovejas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de
vuestras vidas»). Pero este no es el tema principal del evangelio, que introduce un
cambio sorprendente.
Jesús, puerta del aprisco (Juan 10,1-10)
El autor del cuarto evangelio
disfruta tendiendo trampas al lector. Al principio, todo parece muy sencillo. Un
redil, con su cerca y su guarda. Se aproxima uno que no entra por la puerta ni
habla con el guarda, sino que salta la valla: es un ladrón. En cambio, el
pastor llega al rebaño, habla con el guarda, le abre la puerta, llama a las
ovejas, ellas lo siguen y las saca a pastar. Lo entienden hasta los niños.
Sin
embargo, inmediatamente después añade el evangelista: “ellos no entendieron de
qué les hablaba”. Muchos lectores actuales pensarán: “Son tontos. Está
clarísimo, habla de Jesús como buen pastor”. Y se equivocan. Eso es verdad a
partir del versículo 11, donde Jesús dice expresamente: “Yo soy el buen
pastor”. Pero en el texto que se lee hoy, el inmediatamente anterior (Juan 10,1-10),
Jesús se aplica una imagen muy distinta: no se presenta como el buen pastor
sino como la puerta por la que deben entrar todos los pastores (“yo soy la
puerta del redil”).
Con
ese radicalismo típico del cuarto evangelio, se afirma que todos los personajes
anteriores a Jesús, al no entrar por él, que es la puerta, no eran en realidad
pastores, sino ladrones y bandidos, que sólo pretenden “robar y matar y hacer
estrago”.
Resuenan
en estas duras palabras un eco de lo que denunciaba el profeta Ezequiel en los
pastores (los reyes) de Israel: en vez de apacentar a las ovejas (al pueblo) se
apacienta a sí mismos, se comen su enjundia, se visten con su lana, no curan
las enfermas, no vendan las heridas, no recogen las descarriadas ni buscan las
perdidas; por culpa de esos malos pastores que no cumplían con su deber, Israel
terminó en el destierro (Ez 34).
La
consecuencia lógica sería presentar a Jesús como buen pastor que da la vida por
sus ovejas. Pero eso vendrá más adelante, no se lee hoy. En lo que sigue, Jesús
se presenta como la puerta por la que el rebaño puede salir para tener buenos
pastos y vida abundante.
En
este momento cabría esperar una referencia a la obligación de los pastores, los
responsables de la comunidad cristiana, a entrar y salir por la puerta del
rebaño: Jesús. Todo contacto que no se establezca a través de él es propio de
bandidos y está condenado al fracaso (“las ovejas no les hicieron caso”).
Aunque el texto no formula de manera expresa esta obligación, se deduce de él
fácilmente.
En
realidad, esta parte del discurso termina dirigiéndose no a los pastores sino
al rebaño, recordándole que “quien entre por mí se salvará y podrá entrar y
salir, y encontrará pastos”.
Ya
que es frecuente echar la culpa a los pastores de los males de la iglesia, al
rebaño le conviene recordar que siempre dispone de una puerta por la que
salvarse y tener vida abundante.
En aquel tiempo, dijo Jesús:
-«Os aseguro que el que no
entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte,
ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las
ovejas. A éste le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va
llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas
las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su
voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la
voz de los extraños.»
Jesús les puso esta
comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió
Jesús:
-«Os aseguro que yo soy la
puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y
bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre
por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El
ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que
tengan vida y la tengan abundante.»