Decía Miguel de
Unamuno: «Con razón, sin razón, o contra ella, lo que pasa es que no me da la
gana de morirme». Palabras que estaría dispuesta a firmar la inmensa mayoría de la
gente, sobre todo en esta época de pandemia. Y también el cuarto evangelio,
aunque a su autor no le obsesiona la muerte sino la vida.
En el prólogo ha presentado a Jesús,
Palabra de Dios, como poseedor de la vida. En un discurso programático afirma
Jesús, anticipando la resurrección de Lázaro: «Os aseguro
que llega la hora, ya ha llegado, en que los muertos oirán la voz del Hijo de
Dios, y los que la oigan vivirán» (Juan
5,25). Y el evangelio termina: «Estas cosas quedan escritas para que
creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis
vida por medio de él» (Juan 20,31). Esta obsesión por la
vida halla su punto culminante en la resurrección de Lázaro, que se encuentra
en la mitad del evangelio (cap. 11 de 21).
De nuestro corresponsal
en Jerusalén
Gran conmoción ha despertado la
orden promulgada por las autoridades de que quien sepa el paradero de Jesús lo
denuncie de inmediato para poder apresarlo. La causa no es la pretendida
curación de un ciego de nacimiento realizada en sábado, sino un nuevo milagro
que se le atribuye, esta vez más sorprendente: la resurrección de un hombre
llamado Lázaro, natural de Betania, a quince estadios de la capital. Según
dicen, llevaba ya cuatro días muerto cuando Jesús lo hizo salir del sepulcro y
le devolvió la vida. Algo más grande que lo realizado por los profetas Elías y
Eliseo. Aunque las opiniones sobre este hecho difieren, los fariseos consideran
muy peligroso que se extienda la fama de este individuo, sobre todo estando
próxima la fiesta de la Pascua, con el riesgo de manifestaciones contra Roma.
Hasta el momento nadie ha denunciado su paradero y muchos creen que se ha ido
de Jerusalén.
Cinco facetas de
Jesús
El relato de la resurrección de
Lázaro es otro ejemplo magnífico de narración, con un final tan seco como
inesperado, y distintas facetas de la persona de Jesús.
¿Un mal amigo?
El relato comienza hablando de
Lázaro de Betania y de sus dos hermanas. No es un simple conocido de Jesús. Es
alguien a quien Jesús «ama», como le recuerdan las hermanas. Sin embargo, su reacción ante la
noticia no tiene la empatía de un amigo, sino la reacción, aparentemente fría,
de un teólogo: «Esta enfermedad no provocará la muerte, sino la gloria de Dios, la
gloria del hijo de Dios». La misma reacción que antes de curar al ciego de nacimiento: «Este
no ha nacido ciego por culpa suya o de sus padres, sino para que se manifieste
la obra de Dios en él».
El evangelista añade de inmediato que no se trata de frialdad. «Jesús amaba a
Marta, a su hermana y a Lázaro». Pero no acude de inmediato a curarlo.
Permanece donde está.
Un
amigo decidido y arriesgado.
Al cabo de
cuatro días decide subir a Jerusalén. Una decisión arriesgada, porque poco
antes han intentado apedrearlo. La objeción de los discípulos no le hace
cambiar: debe ir despertar a Lázaro. Expresión desconcertante, que le obliga a
decir claramente: Lázaro ha muerto. Jesús piensa en resucitarlo, pero Tomás
está convencido de lo contrario: no va a resucitar a nadie, sino que va a
morir. Pero habla en nombre de todos: «Vamos también nosotros y muramos con
él».
Jesús y Marta: el teólogo
Cuando llegan a Betania, Jesús no se
dirige directamente a la casa, permanece en las afueras del pueblo. ¿Una más de
sus rareza? No. Será allí, lejos de la multitud que ha acudido a dar el pésame,
donde podrá entrevistarse a solas con Marta y transmitirle el mensaje
fundamental para todos nosotros, y la reacción que debemos tener ante sus
palabras. Marta debe de ser la hermana mayor, porque es a ella a quien dan la
noticia de la llegada de Jesús.
Marta comienza con un suave reproche
(«Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano»),
pero añade de inmediato la certeza de que cualquier cosa que pida a Dios, Dios
se la concederá. ¿En qué piensa Marta? ¿Qué pedirá Jesús a Dios y este le
concederá? ¿Qué su hermano vuelva a la vida, como el hijo de la viuda de
Sarepta que resucitó Elías, o como el niño de la sunamita que revivió
Eliseo?
La respuesta de Jesús («Tu
hermano resucitará») no parece satisfacerla. Aunque la idea de la resurrección no estaba
muy extendida entre los judíos, Marta forma parte del grupo que cree en la
resurrección al final de la historia, como profetizó Daniel. Pero eso no le
sirve de consuelo en este momento. Ella no quiere oír hablar de resurrección
futura sino de vida presente.
Y eso es lo que le comunica Jesús en
el momento clave del relato: «Yo soy la resurrección y la vida.
Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí
no morirá para siempre». Jesús es resurrección futura y vida presente para los que creen en
él. Los que hayan muerto, vivirán. Los que viven, no morirán para siempre. Algo
rebuscado, muy típico del cuarto evangelio, pero que deja claro una cosa: quien
ha creído o cree en Jesús tiene la vida futura y la presente aseguradas. Todo
depende de la fe. Por eso, termina preguntando a Marta: «¿Crees eso?».
Su
respuesta nos sorprende, porque no tiene nada que ver con la pregunta: «Sí,
Señor. Yo he creído que tú eres el Mesías, el hijo de Dios que ha venido al
mundo». Esta falta de conexión entre pregunta y respuesta puede esconder un
importante mensaje para nosotros. La idea de la
resurrección y de la inmortalidad puede provocar dudas incluso en un buen
cristiano. Quizá no se atreva a afirmarla con certeza plena. Pero puede
confesar, como Marta: «Yo he creído que tú eres el Mesías, el hijo de Dios que ha venido al
mundo».
Jesús y María: el amigo
profundamente humano
Esta escena representa un fuerte
contraste con la anterior. El encuentro de Jesús y María no será a solas. Ella
acudirá acompañada de todos los que han ido a darle el pésame, y serán testigos
de la reacción de Jesús. María dirige a Jesús el mismo suave reproche de Marta
(«Si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano»).
Pero no añade ninguna petición, ni Jesús le enseña nada. El evangelista se
centra en sus sentimientos. Dice que Jesús, al ver llorar a María y a los
presentes, «se estremeció» (evnebrimh,sato), «se conmovió» (evta,raxen) y «lloró» (evda,krusen). Sorprende esta atención a los sentimientos de Jesús, porque los
evangelios suelen ser muy sobrios en este sentido.
Generalmente se explica como
reacción a las tendencias gnósticas que comenzaban a difundirse en la Iglesia
antigua, según las cuales Jesús era exclusivamente Dios y no tenía sentimientos
humanos. Por eso el cuarto evangelio insiste en que Jesús, con poder absoluto
sobre la muerte, es al mismo tiempo auténtico hombre que sufre con el dolor
humano. Jesús, al llorar por Lázaro, llora por todos los que no podrá resucitar
en esta vida. Al mismo tiempo, les ofrece el consuelo de participar en la vida
futura.
Jesús y Lázaro: la gloria del
enviado de Dios
Cuando llegan al sepulcro, Marta
demuestra que, a pesar de lo que ha dicho, no cree que su hermano vaya a
resucitar. Han pasado ya cuatro días, más vale no abrir la tumba. Jesús le
insiste: «¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?».
Cuando se compara este relato con
las resurrecciones de la hija de Jairo o del hijo de la viuda de Naín se
advierte una interesante diferencia. En esos dos casos, Jesús no reza; no
necesita dirigirse al Padre para impetrar su ayuda, como hicieron Elías y
Eliseo. En cambio, el cuarto evangelio introduce de forma solemne una oración
de Jesús: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me
escuchas. Pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has
enviado». Esta oración no pretende disminuir el poder de Jesús. Se inserta en
la línea del cuarto evangelio, que subraya la estrecha relación de Jesús con el
Padre y la idea de que ha sido enviado por él. De hecho, el milagro se produce
con una orden tajante suya («¡Lázaro, sal fuera!»).
El relato termina de forma
sorprendente. No se cuenta la reacción de las hermanas, el asombro de la gente,
la admiración de los discípulos. No vemos a Lázaro liberado de sus vendas,
agradeciendo a Jesús su vuelta a la vida. Como si todo fuera un sueño y, al final,
solo nos quedara la certeza de que Lázaro resucitó, de que todos resucitaremos
un día, aunque ahora no tengamos la alegría de ver y abrazar a los seres
queridos.
Nota sobre la fe en la
resurrección
La idea de resucitar a otra vida no estaba
muy extendida entre los judíos. En algunos salmos y textos proféticos se afirma
claramente que, después de la muerte, el individuo baja al Abismo (sheol),
donde sobrevive como una sombra, sin relación con Dios ni gozo de ningún tipo.
Será en el siglo II a.C., con motivo de las persecuciones religiosas llevadas a
cabo por el rey sirio Antíoco IV Epífanes, cuando comience a difundirse la
esperanza de una recompensa futura, maravillosa, para quienes han dado su vida
por la fe. En esta línea se orientan los fariseos, con la oposición radical de
los saduceos (sacerdotes de clase alta). El pueblo, como los discípulos, cuando
oyen hablar de la resurrección no entiende nada, y se pregunta qué es eso de
resucitar de entre los muertos.
Los cristianos compartirán con los
fariseos la certeza de la resurrección. Pero no todos. En la comunidad de
Corinto, aunque parezca raro (y san Pablo se admiraba de ello) algunos la
negaban. Por eso no extraña que el evangelio de Juan insista en este tema.
Aunque lo típico de él no es la simple afirmación de una vida futura, sino el
que esa vida la conseguimos gracias a la fe en Jesús. «Yo soy la
resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que
está vivo y cree en mí, no morirá para siempre.»
Pero el tema de la vida en el cuarto
evangelio requiere una aclaración. La «vida eterna» no se
refiere solo a la vida después de la muerte. Es algo que ya se da ahora, en
toda su plenitud. Porque, como dice Jesús en su discurso de despedida, «en
esto consiste la vida eterna: en conocerte a ti, único Dios verdadero, y a tu
enviado, Jesús, el Mesías» (Juan 17,3).
Primera lectura
Ha sido elegida por la estrecha
relación entre la promesa de Dios de abrir los sepulcros del pueblo y volver a
darle la vida, y Jesús mandando abrir el sepulcro de Lázaro y dándole de nuevo
la vida. Ambos relatos terminan con un acto de fe en Dios (Ezequiel) y en Jesús
(Juan). Pero conviene recordar que el texto de Ezequiel no se refiere a una
resurrección física. El pueblo, desterrado en Babilonia, se considera muerto.
Babilonia es su sepulcro, y de esa tumba lo va a sacar Dios para hacer que viva
de nuevo en la tierra de Israel.