Después de
cinco domingos leyendo el evangelio de Juan, volvemos al de Marcos, base de
este ciclo B. Durante un mes nos ha ocupado el tema de comer el pan de vida. Este
domingo el problema no será comer el pan, sino comer con las manos sucias. Una
pregunta malintencionada de los fariseos y de los doctores de la ley (los
escribas) provoca la respuesta airada de Jesús, una enseñanza algo misteriosa a
la gente, y la explicación posterior a los discípulos. El texto de la liturgia
ha suprimido algunos versículos, empobreciendo la acusación de Jesús y uniendo
lo que dice a la gente con la explicación a los discípulos. Un ejemplo
magnífico de lo que no se debe hacer con los textos bíblicos.
Evangelio:
Marcos 7,1-8.14-15.21-23.
En aquel tiempo los fariseos y algunos maestros de la ley de Jerusalén se
acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos se ponían a comer con
manos impuras, es decir, sin habérselas lavado. Porque los fariseos y todos los
judíos, siguiendo la tradición de sus mayores, no se ponen a comer sin haberse
lavado cuidadosamente las manos; y si vienen de la plaza, no comen sin haberse
lavado; y tienen otras muchas prácticas que observan por tradición, tales como
lavar copas, jarros y bandejas. Así que los fariseos y los maestros de la ley
preguntaron a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no observan la tradición de los
mayores, sino que comen con las manos impuras?».
Él les contestó: «Hipócritas, Isaías profetizó muy bien acerca de vosotros,
según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está
lejos de mí. En vano me rinden culto enseñando doctrinas que son preceptos
humanos. Dejáis el mandamiento de Dios y os aferráis a la tradición de los
hombres».
Llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Oídme todos y entended bien: Nada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que
sale de dentro es lo que puede manchar al hombre. Porque del corazón del hombre
proceden los malos pensamientos, las fornicaciones, robos, homicidios,
adulterios, avaricia, maldad, engaño, desenfreno, envidia, blasfemia, soberbia
y estupidez. Todas esas cosas malas salen de dentro y hacen impuro al hombre».
Antes de dar la palabra a los fariseos y
escribas es interesante recordar lo que cuenta Marcos inmediatamente antes.
Después de la multiplicación de los panes y los peces, Jesús ha cruzado a la
región de Genesaret, recorriendo pueblos, aldeas y campos, acogido con enorme entusiasmo
por gente sencilla, que busca y encuentra en él la curación de sus
enfermedades.
La intervención de los fariseos y
escribas
De repente, el idilio se rompe con la llegada
desde Jerusalén de fariseos (seglares superpiadosos) y de algunos escribas (doctores
de la ley de Moisés). No todos los escribas pertenecían al grupo fariseo, pero
sí algunos de ellos, como aquí se advierte. Para ellos, lo importante es cumplir
la voluntad de Dios, observando no solo los mandamientos, sino también las
normas más pequeñas transmitidas por sus mayores. Lo esencial no es la
misericordia, sino el cumplimiento estricto de lo que siempre se ha hecho. Por
eso, no les conmueve que Jesús cure a un enfermo; pero les irrita que lo haga
en sábado.
Con esta mentalidad, cuando se acercan al
lugar donde está Jesús, advierten, escandalizados, que algunos de los
discípulos están comiendo con las manos sucias. El lector moderno, instintivamente,
se pone de su parte. Le parece lógico, incluso necesario, que una persona se
lave las manos antes de comer, y que se lave la vajilla después de usarla. Es
cuestión elemental de higiene. Sin embargo, aunque en su origen quizá también
fuese cuestión de higiene entre los judíos, los grupos más estrictos terminaron
convirtiéndola en una cuestión religiosa. Lo que está en juego es la pureza
ritual. Por eso, los fariseos no se quejan de que los discípulos coman con las
manos sucias, sino con las manos impuras, saltándose con ello la
tradición de los mayores. Aunque el Antiguo Testamento contiene numerosas
normas, algunas de carácter higiénico, nunca menciona la obligación de lavarse
las manos ni de lavar copas, jarros y bandejas; esto forma parte de «las
tradiciones de los mayores», tan sagradas para los fariseos como las costumbres
de la madre fundadora o del padre fundador para algunas congregaciones
religiosas, o de cualquier minucia litúrgica para algunos ritualistas.
La respuesta airada de Jesús
La reacción de Jesús es durísima. Tras
llamarlos hipócritas, les hace tres acusaciones: 1) su corazón está lejos de
Dios; 2) enseñan como doctrina divina lo que son preceptos humanos; 3) dejan de
observar los mandamientos de Dios para aferrarse a las tradiciones de los
hombres.
Estas acusaciones resultan durísimas a
cualquier persona, pero especialmente a un fariseo, que desea con todas sus
fuerzas estar cerca de Dios, agradarle cumpliendo su voluntad.
El problema, según Jesús, es que el fariseo
termina dando a esas tradiciones más importancia que a los mandamientos de
Dios. Incluso las utiliza para dejar de hacer lo que Dios quiere y quedarse con
la conciencia tranquila. Para demostrarlo, Jesús cita un ejemplo que la
liturgia ha suprimido. [También nuestro Señor ha sido víctima de la censura
eclesiástica.] Dios ordena honrar a los padres, es decir, sustentarlos en caso
de necesidad. Imaginemos un fariseo con suficientes bienes materiales. Puede
atender a sus padres económicamente. Pero su comunidad le dice que esos bienes
los declare qorbán, consagrados al Señor. A partir de ese momento, no
puede emplearlos en beneficio de sus padres, pero sí de su grupo. «Y así
invalidáis el precepto de Dios en nombre de vuestra tradición. Y de ésas hacéis
otras muchas».
Un lector critico podría acusar a Marcos de
tratar un tema tan complejo de forma ligera y demagógica. Conociendo a los
fariseos de aquel tiempo (bastante parecidos a los de ahora), la reacción de
Jesús es comprensible y su acusación justificada. Sobre todo, para los primeros
cristianos, que sufrían los continuos ataques de estos que presumían de
religiosos.
Enseñanza a la gente
Como los fariseos y escribas no responden,
aquí podría haber terminado todo. Sin embargo, Jesús aprovecha la ocasión para
enseñar algo a la gente a propósito de la pureza e impureza: «Nada que entra de
fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es lo que puede manchar al
hombre.»
La explicación a los discípulos
No sabemos si Jesús se quedó contento de esta
breve enseñanza. Lo que es seguro es que la gente no la entendió, y los
discípulos tampoco. Por eso, cuando llegan a la casa (nuevo detalle suprimido
por la liturgia), le preguntan qué ha querido decir. Y él responde que lo que
entra por la boca no llega al corazón, sino al vientre, y termina en el retrete.
Entra y sale sin contaminar a la persona. Lo que la contamina no es lo que entra
en el vientre, sino lo que sale del corazón. Para aclararlo, enumera
trece realidades que brotan del corazón. [Resulta raro que Marcos no cite
catorce, número de plenitud (2 x 7), pero ningún asistente a misa va a notarlo,
y el predicador probablemente tampoco].
Esta enseñanza de que el peligro no viene de
fuera, sino de dentro, resultará a algunos muy discutible. ¿No vienen de fuera
la pornografía, la droga, las invitaciones a la violencia terrorista? ¿No nos influyen
de forma perniciosa el cine, la televisión, la literatura?
Lo anterior es cierto. Pero Jesús no entra en
estas cuestiones, se refiere al caso concreto de los alimentos. Otra de las
frases del evangelio suprimidas en la liturgia de hoy dice que Jesús, con su
enseñanza de que lo que entra en el vientre no contamina al hombre, «declaró
puros todos los alimentos». Por eso los cristianos podemos comer carne de
cerdo, de liebre, de avestruz, gambas (camarones en ciertos países de América
Latina), cigalas, langostinos y cualquier alimento que nos apetezca, según
nuestra costumbre y nuestra economía. Un cambio revolucionario, porque todas
las religiones obligan a observar una serie de normas dietéticas.
Por otra parte, aunque Jesús se centre en los
alimentos, su enseñanza tiene un valor más general y desvelan nuestra comodidad
e hipocresía. El Papa Francisco habría caído en el error de los fariseos si
hubiera culpado de la pederastia y los abusos sexuales en la Iglesia a los
influjos externos, a la cultura del goce y el libertinaje. El mal no viene de
fuera, sale de dentro. Y con el mismo criterio debe enjuiciar cada uno de nosotros
su realidad. Nuestro mayor enemigo somos nosotros mismos. No echemos la culpa a
los demás.
1ª lectura:
Deuteronomio 4,1-2.6-8.
La importancia que concede Jesús a la ley de
Dios frente a las tradiciones humanas ha animado a elegir este texto del Deuteronomio
como paralelo al evangelio. Pienso que los responsables de la elección no han
caído en la cuenta de un problema. Moisés ordena: «No añadiréis ni suprimiréis
nada de las prescripciones que os doy». Y Jesús añadió y suprimió. Por ejemplo,
a propósito de los alimentos puros e impuros, como acabo de indicar; tanto el
Levítico como el Deuteronomio contienen una extensa lista de animales impuros,
que no se pueden comer (Lv 11; Dt 14,3-21). Esta primera lectura no debe
interpretarse como una aceptación radical y absoluta de la ley mosaica, porque
Jesús se encargó de interpretarla y modificarla.
Habló Moisés al pueblo diciendo: «Y ahora, Israel, escucha las leyes y
prescripciones que te voy a enseñar y ponlas en práctica, para que tengáis vida
y entréis a tomar posesión de la tierra que os da el Señor, el Dios de vuestros
padres. No añadiréis ni suprimiréis nada de las prescripciones que os doy, sino
que guardaréis los mandamientos del Señor, vuestro Dios, tal como yo os los
prescribo hoy. Guardadlos y ponedlos por obra, pues ello os hará sabios y
sensatos ante los pueblos. Cuando éstos tengan conocimiento de todas estas
leyes exclamarán: No hay más que un pueblo sabio y sensato, que es esta gran
nación. En efecto, ¿qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a
ella como lo está de nosotros el Señor, nuestro Dios, siempre que le invocamos?
¿Qué nación hay tan grande que tenga leyes y mandamientos tan justos como esta
ley que yo os propongo hoy?
2ª lectura:
Carta de Santiago 1,17-18.21-27.
Los cristianos tenemos el mismo peligro que
los fariseos de engañarnos, dando más valor a cosas menos importantes. El final
de esta breve lectura ofrece un ejemplo muy interesante. ¿En qué consiste la
religión verdadera, la que agrada a Dios? ¿En oír misa diaria, rezar el
rosario, hacer media hora de lectura espiritual? Eso es bueno. Pero lo más
importante es preocuparse por las personas más necesitadas; el autor, siguiendo
una antigua tradición, las simboliza en los huérfanos y las viudas. Cuando
recordamos la parábola del Juicio Final («porque tuve hambre…») se advierte que
el autor de esta carta piensa igual que Jesús.
Queridos hermanos: Todo don excelente y todo don perfecto viene de lo alto,
del Padre de las luces, en el que no hay cambio ni sombra de variación. Él nos
ha engendrado según su voluntad por la palabra de la verdad, para que seamos
como las primicias de sus criaturas. Por eso, alejad de vosotros todo vicio y
toda manifestación de malicia, y recibid con docilidad la palabra que ha sido
plantada en vosotros y que puede salvaros. Cumplid la palabra y no os
contentéis sólo con escucharla, engañándoos a vosotros mismos. La práctica
religiosa pura y sin mancha delante de Dios, nuestro Padre, consiste en visitar
a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y en guardarse de los
vicios del mundo.