El
año litúrgico comienza con el Adviento y la Navidad, celebrando cómo Dios Padre
envía a su Hijo al mundo. En los domingos siguientes recordamos la actividad y
el mensaje de Jesús. Cuando sube al cielo nos envía su Espíritu, que es lo que
celebramos el domingo pasado. Ya tenemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Estamos preparados para celebrar a los tres en una sola fiesta, la de la
Trinidad. Esta fiesta surge bastante tarde, en 1334, y fue el Papa Juan XII
quien la instituyó. Quizá se pretendía (como ocurrió con la del Corpus)
contrarrestar a grupos heréticos que negaban la divinidad de Jesús o la del
Espíritu Santo. Cambiando el orden de las lecturas subrayo la relación especial
de cada una de ellas con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Dios Padre (Deuteronomio 4, 32-34.
39-40)
Moisés habló al pueblo,
diciendo:
- «Pregunta, pregunta a los
tiempos antiguos, que te han precedido, desde el día en que Dios creó al hombre
sobre la tierra: ¿hubo jamás, desde un extremo al otro del cielo, palabra tan
grande como ésta?; ¿se oyó cosa semejante?; ¿hay algún pueblo que haya oído,
como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya
sobrevivido?; ¿algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación entre las
otras por medio de pruebas, signos, prodigios y guerra, con mano fuerte y brazo
poderoso, por grandes terrores, como todo lo que el Señor vuestro Dios, hizo
con vosotros en Egipto, ante vuestros ojos? Reconoce, pues, hoy y medita en tu
corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo
en la tierra; no hay otro. Guarda los preceptos y mandamientos que yo te
prescribo hoy, para que seas feliz, tú y tus hijos después de ti, y prolongues
tus días en el suelo que el Señor, tu Dios, te da para siempre.»
Como es lógico, un texto del Deuteronomio,
escrito varios siglos antes de Jesús, no puede hablar de la Trinidad, se limita
a hablar de Dios. Su autor pretende inculcar en los israelitas tres actitudes:
1) admiración ante lo que el Señor ha hecho
por ellos, revelándose en el Sinaí y liberándolos previamente de la esclavitud
egipcia;
2) reconocimiento de que Yahvé es el único
Dios, no hay otro; cosa que parece normal en un mundo como el nuestro, con tres
grandes religiones monoteístas, pero que suponía una gran novedad en aquel
tiempo;
3) fidelidad a sus preceptos, que no son una
carga insoportable, sino el único modo de conseguir la felicidad.
Dios Hijo (Mateo 28, 16-20)
En aquel tiempo, los once
discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al
verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús
les dijo:
̶ «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en
la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo
lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta
el fin del mundo.»
El texto del
evangelio, el más claro de todo el Nuevo Testamento en la formulación de la
Trinidad, pero al mismo tiempo pone de especial relieve la importancia de
Jesús.
A lo largo
de su evangelio, Mateo ha presentado a Jesús como el nuevo Moisés, muy superior
a él. El contraste más fuerte se advierte comparando el final de Moisés y el de
Jesús. Moisés muere solo, en lo alto del monte, y el autor del Deuteronomio
entona su elogio fúnebre: no ha habido otro profeta como Moisés, «con
quien el Señor trataba cara a cara, ni semejante a él en los signos y
prodigios…» Pero ha muerto, y lo único que pueden hacer
los israelitas es llorarlo durante treinta días.
Jesús, en
cambio, precisamente después de su muerte es cuando adquiere pleno poder en
cielo y tierra, y puede garantizar a los discípulos que estará con ellos hasta
el fin del mundo. A diferencia de los israelitas, los discípulos no tienen que
llorar a Jesús sino lanzarse a la misión para hacer nuevos discípulos de todo
el mundo. ¿Cómo se lleva a cabo esta tarea? Bautizando y enseñando. Bautizar en
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo equivale a consagrar a esa
persona a la Trinidad. Igual que al poner nuestro nombre en un libro indicamos
que es nuestro, al bautizar en el nombre de la Trinidad indicamos que esa
persona le pertenece por completo.
En la
primera lectura, Dios exigía a los israelitas: «guarda los preceptos
y mandamientos que yo te prescribo»; en el
evangelio, Jesús subraya la importancia de «guardar todo
lo que os he mandado».
Dios
Espíritu Santo (Romanos 8, 14-17)
Hermanos: Los que se dejan
llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un
espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos
adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre). Ese Espíritu y nuestro
espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos
hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que
sufrimos con él para ser también con él glorificados.
La formulación no es tan clara como
en el evangelio, pero Pablo menciona expresamente al Espíritu de Dios, al
Padre, y a Cristo. No lo hace de forma abstracta, como la teología posterior,
sino poniendo de relieve la relación de cada una de las tres personas con
nosotros.
Lo que se subraya del Padre no es que sea
Padre de Jesús, sino Padre de cada uno de nosotros, porque nos adopta como
hijos.
Lo que se dice del Espíritu Santo no es que «procede del Padre y del Hijo por generación
intelectual», sino que nos libra del miedo a Dios, de sentirnos
ante él como esclavos, y nos hace gritarle con entusiasmo: «Abba» (papá).
Y del Hijo no se exalta su relación con el
Padre y el Espíritu, sino su relación con nosotros: «coherederos con Cristo, ya que
sufrimos con él para ser también con él glorificados».
Reflexión final
La
fiesta de la Trinidad provoca en muchos cristianos la sensación de enfrentarse
a un misterio insoluble, no es la que más atrae del calendario litúrgico. Sin
embargo, cuando se escuchan estas tres lecturas la perspectiva cambia mucho.
El Deuteronomio nos invita a
recordar los beneficios de Dios, empezando por el más grande de todos: su
revelación como único Dios. (Esto no debemos interpretarlo como una condena o
infravaloración de otras religiones).
El evangelio nos recuerda el
bautismo, por el que pasamos a pertenecer a Dios.
La carta a los Romanos nos ofrece
una visión mucho más personal y humana de la Trinidad.
Finalmente, las tres lecturas insisten en el
compromiso personal con estas verdades. La Trinidad no es solo un misterio que
se estudia en el catecismo o la Facultad de Teología. Implica observar lo que
Jesús nos ha enseñado, y unirnos a él en el sufrimiento y la gloria.