El domingo pasado, el evangelio se fijó en un tema muy importante para
Lucas: la oración. Este domingo recoge otra cuestión capital de su evangelio:
la actitud ante la riqueza. El texto que se ha elegido resulta curioso y
extraño. Para entenderlo mejor comienzo con una panorámica de distintas
actitudes que encontramos en el Antiguo Testamento ante la riqueza.
Cuatro actitudes ante la riqueza en el AT
Algunos historiadores
y narradores la ven como signo de la bendición divina y
describen con entusiasmo las abundantes posesiones de Abrahán o los tesoros de
Salomón.
Los teólogos
que elaboraron el Deuteronomio tienen una postura más crítica. La riqueza es don de Dios, pero puede
convertirse en un peligro.
Dos son los peligros principales, muy relacionados entre sí: olvidar a Dios y
orgullo (Dt 6,10-12; 8,7-14).
Más crítica aún es la
postura de los profetas, que ven la riqueza como fruto de la opresión y explotación.
Finalmente, algunos sabios
denuncian su carácter
engañoso y traicionero. [Los sabios
constituyen un grupo heterogéneo: educadores de la juventud, intelectuales,
escritores].
Una elección curiosa: la primera lectura
Puestos a hablar de la
riqueza, cabría esperar que la liturgia hubiera elegido un texto profético o
uno del Deuteronomio. Sin embargo, ha elegido un fragmento de una obra
sapiencial, el libro del Eclesiastés (conocido también como Qohélet). Alguno
dirá que no le suena de nada. Sin embargo, fue el autor de una de las frases
más famosas: “¡Vanidad de vanidades, todo vanidad!”
Qohélet parece un
pesimista redomado, aunque a su favor podriamos aducir que “un optimista es un
pesimista mal informado”. Después de buscar la felicidad por caminos muy
diversos (la sabiduría, la riqueza, los placeres) concluye que nada en la vida
merece la pena. Pero esto no debe animar al suicidio sino a disfrutar de los
goces sencillos y cotidianos de la vida, como repite a lo largo de su obra.
“El único bien del hombre es comer
y beber y disfrutar del producto de su trabajo, y
aun esto he visto que es don de Dios” (2,24)
“Y comprendí que el único bien del
hombre es alegrarse y pasarlo bien en la vida” (3,12).
“Esta es mi
conclusión: lo bueno y lo
que vale es comer y disfrutar a cambio de
lo que se fatiga el hombre bajo el sol los pocos años que Dios le concede” (5,17).
“Disfruta mientras eres muchacho y pásalo bien en la juventud; déjate llevar del corazón y de lo que atrae a los
ojos (11,9).
No es raro que se
discutiese mucho si este libro está inspirado; y aunque terminó aceptado en el
canon, no es la lectura más recomendada por directores espirituales.
La liturgia de este
domingo ha elegido los siguientes versos.
¡Vanidad de vanidades, dice Qohelet;
vanidad de vanidades, todo es
vanidad!
Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y
acierto,
y tiene que dejarle su porción a uno que no ha
trabajado.
También esto es vanidad y grave desgracia.
Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los
trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?
De día su tarea es sufrir y penar, de noche no
descansa su mente.
También esto es vanidad.
Qohélet, que escribe
generalmente a base de sentencias breves, ofrece aquí dos reflexiones,
separadas por la repetición de su famoso estribillo.
La primera afirma que todo
lo conseguido en la vida, incluso de la manera más justa y adecuada, termina, a
la hora de la muerte, en manos de otro que no ha trabajado (probablemente
piensa en los hijos).
La segunda sentencia se
refiere a la vanidad del esfuerzo humano. Sintetizando la vida en los dos tiempos
fundamentales, día y noche, todo lo ve mal: De día su tarea es sufrir y
penar, de noche no descansa su mente.
Ambos temas aparecen en la descripción del
protagonista de la parábola del evangelio.
Pobres y ricos en el evangelio de Lucas
Antes de comentar el texto
de hoy conviene indicar unas ideas sobre esta cuestión.
Los pobres ocupan un puesto capital en el
evangelio de Lucas, que subraya la pobreza de Jesús desde su infancia: cuando
nace, lo acuestan en un pesebre, “porque no encontraron sitio en la posada”
(2,7). Y la predilección especial de Dios por los pobres la pone de manifiesto
en el episodio siguiente: los ángeles no anuncian el nacimiento del Salvador a
la corte de Jerusalén, ni a los sumos sacerdotes, sino a los pastores de Belén,
“que pasaban la noche a la intemperie, velando el rebaño por turno” (2,8-20).
Esa vida dura y pobre los capacita para creer que un niño recién nacido pueda
ser el Mesías, el Señor, y les permite glorificar y alabar a Dios.
Por
eso, al formular la primera bienaventuranza, Lucas afirma sin más matices:
“Dichosos vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios” (6,20). En
cambio, incluye una malaventuranza, exclusiva suya: “Ay de vosotros los ricos,
porque ya habéis recibido vuestro consuelo” (6,24).
Lucas,
como Mateo y Marcos, sabe perfectamente el gran peligro que se esconde en la riqueza. Pero añade
otros datos típicamente suyos: insiste en la necedad que supone acumular bienes
(12,13-21), denuncia con terrible dureza el egoísmo del rico que se despreocupa
del pobre Lázaro (16,19-31), aconseja actuar como el administrador injusto,
utilizando los bienes que Dios nos ha dado para ganarnos amigos (16,1-9).
Pero
Lucas no es demagogo. A lo largo de su relato deja claro que Jesús tiene amigos
ricos: Juana (8,3), José de Arimatea (23,20-53), y que no rechaza a los ricos
por motivos ideológicos: Zaqueo (19,2-10).
La enseñanza del evangelio (Lc 12,31-21)
En el evangelio de hoy
podemos distinguir tres partes: el punto de partida, la parábola y la enseñanza
final.
Punto
de partida
En aquel tiempo, dijo
uno del público a Jesús:
‒ Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia
conmigo.
El le respondió:
‒ ¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o
repartidor entre vosotros?
Y les dijo:
‒ Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en
la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes.
Si esa misma propuesta se
la hubieran hecho a un obispo o a un sacerdote, inmediatamente se habría
sentido con derecho a intervenir, aconsejando compartir la herencia y encontrando
numerosos motivos para ello. Jesús no se considera revestido de tal autoridad.
Pero aprovecha para advertir del peligro de codicia, como si la abundancia de
bienes garantizara la vida. Esta enseñanza la justifica, como es frecuente en él,
con una parábola.
La
parábola
‒ Los campos de cierto hombre rico dieron mucho
fruto; y pensaba entre sí, diciendo: “¿Qué haré, pues no tengo donde reunir mi
cosecha?” Y se dijo: “Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré
otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma:
Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe,
banquetea”. Pero Dios le dijo: “¡Necio! esta misma noche te reclamarán el alma;
las cosas que preparaste, ¿para quién serán?”
A primera vista, nos
sentimos tentados a aplicar al protagonista las palabras de Qohélet: De día
su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente. Sin embargo, la
parábola no lo presenta sufriendo, penando y sin lograr dormir. Al contrario,
es una persona que ha conseguido enriquecerse sin esfuerzo, y su ilusión para
el futuro no es aumentar su capital de forma angustiosa sino descansar, comer,
beber y banquetear. El rico de la parábola sería un buen discípulo de Qohélet.
Pero sí se cumple en él la
otra enseñanza: Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene
que dejarle su porción a uno que no ha trabajado. La muerte llega en el
momento más inesperado, y se cumplen en él las palabras del evangelio: Las
cosas que preparaste, ¿para quién serán?
Si todo terminara aquí, podríamos
leer los dos textos de este domingo como un debate entre sabios.
Qohélet, aparentemente
pesimista (todo lo obtenido es fruto de un duro esfuerzo y un día será de
otros) resulta en realidad optimista, porque piensa que su discípulo dispondrá
de años para gozar de sus bienes.
Jesús, aparentemente
optimista (el rico se enriquece sin mayor esfuerzo), enfoca la cuestión con un escepticismo
cruel, porque la muerte pone fin a todos los proyectos.
Pero la mayor diferencia
entre Jesús y Qohélet la encontramos en la última frase.
Enseñanza
final
Así es el que atesora
riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios.
Frente al mero disfrute
pasivo de los propios bienes (Qohélet), Jesús aconseja una actitud práctica y
positiva: enriquecerse a los ojos de Dios. Más adelante, sobre todo en el
capítulo 16, dejará claro Lucas cómo se puede hacer esto: poniendo sus bienes
al servicio de los demás.